Muchas personas me preguntaban cuando estuve en Japón, que cómo hacía para comunicarme. De los japoneses aprendí en pocos días que no hay mejor lenguaje en el mundo que el “lenguaje de la amabilidad”. Si llegaba a un sitio y no nos entendíamos de ninguna forma, ellos tenían aparatos traductores o hacían lenguaje de señas, pero hacían tu experiencia algo memorable. Sus reverencias, respeto, cordialidad, me hicieron sentir realmente atendido y comprender que la barrera del idioma no era nada, cuando se tiene la intención de atender.
A veces olvidamos estos detallazos, cuando prestamos un servicio, cuando hablamos con un cliente, cuando hablamos con nuestra familia, amigos, cercanos. La forma en la que nos referimos al otro. El respeto a la existencia de otra persona que requiere algo de mí. A veces olvidamos todo esto, y perdemos tanto, que no nos damos cuenta.
Y es que a lo largo de mi carrera profesional he podido ser testigo de cómo la amabilidad me ha abierto puertas que un momento de arrogancia me pudo haber cerrado. He convertido clientes en amigos, cerrado contratos rápidamente y disfrutar de experiencias increíbles que soñaba, pero creía que estaban muy lejos, solo por practicar la amabilidad.
Suele pasar que la persona que avanza con sus negocios o algunos otros aspectos de su vida no es necesariamente la persona más inteligente de tu salón, o la más popular de tus amigos, e incluso puede que no sea la persona con más recursos financieros de base. Muchas veces esa persona que ha avanzado lo ha hecho porque ha aplicado lo más importante: amabilidad, relacionamiento, servicio, respeto y empatía.
Hoy te invito a practicar la amabilidad con quienes te rodean y en unos días sé que experimentarás cosas geniales.
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